“Canto a mi pueblo” de Lorenzo Araujo
Por: Simeón Arredondo | 01 de septiembre 2024
¿Por qué los poetas tienen que adueñarse
del dolor ajeno? ¿Por qué se apropian de las calamidades y vicisitudes
que arropan a los diferentes colectivos o simplemente a alguien en
particular? ¿Por qué hacen suyo el dolor de los demás? ¿Será un mandato
de los dioses? ¿O acaso es una misión universal que ineludiblemente
deben cumplir esos seres capaces de escuchar el alma y de hablar con el
corazón?
Estas interrogantes asoman a mi mente cuando termino de leer el poemario
“Canto a mi pueblo” de Lorenzo Araujo. Asoman como consecuencia de la
conmoción experimentada al examinar con la vista verso a verso un texto
cuyas líneas no se estacionan en las pupilas, sino que van más allá.
Traspasan el iris y atraviesan cuantos órganos sea necesario para calar
al alma. Abren los tejidos que encuentran a su paso y alcanzan el
espíritu para conmocionar como flecha clavada en la diana, que es el fin
de toda poesía, pero que sólo la buena poesía lo consigue.
Entonces llega el momento de explorar estos versos no sólo con la vista,
sino también con el pensamiento. Y es cuando vamos descubriendo el
recorrido realizado por el autor para llegar hasta un punto donde no
puede hacer otra cosa que plasmar en papel lo que le dictan las musas.
Ya ha estallado ese sentimiento que, a fuerza de observar, pensar,
sufrir; sufrir, pensar, observar, se ha construido en lo más profundo de
su existencia. Aquí nace el poema. Nace el canto.
Lorenzo Araujo observa, piensa, sufre y dice:
“En las calles, los vendedores ambulantes se juegan la vida.
En una plegaria de coraje y música, bailan una danza
de contorsionistas al compás de los veloces carros,
como si lidiaran con un toro bravo que en sus cuernos
lleva su muerte o su gloria”.
Nos queda claro que ciertamente, los poetas tienen una misión colectiva.
Tienen un mandato divino de poner voz a la cotidianidad del pueblo para
que retumbe en los confines del cosmos. Y de poner alas al sufrimiento
de otros para que vuele por los cielos y no se haga invisible. Se
evidencia porque todos se empeñan en empuñar la misma espada, que no es
otra que la pluma obediente al numen que denuncia, que sugiere, que
propone en busca de detener la hemorragia en forma de llanto de su
pueblo.
El pueblo al que canta Araujo es el mismo
al que cantaron Pedro Mir y Carmen Natalia Martínez, Manuel del Cabral y
Víctor Villegas, Franklin Mieses Burgos y René del Risco Bermúdez, y
todos los coterráneos suyos que han pisado esta tierra donde “hay
árboles que abrigan el camino”, y “vientos que hacen germinar la
esperanza entre la gente de lánguida mirada y piel reseca”. Es ese
pueblo que cada mañana se levanta con la tristeza a cuesta, para en
pocas horas, convertirla en esperanza, y ésta a su vez en alegría y en
energía que le permiten sobrevivir. El poeta es consciente de ello y le
rinde un conmovedor homenaje.
“Esta gente sencilla de mi patria orgullosa y estoica,
si no tiene comida, canta para olvidar el hambre,
y con su canto aleja los espíritus malos,
teje redes como las telarañas,
y engloba al que no tiene voz.
Su canto es solidario abrazo y remedio del alma.
Con su sudor fabrica ron, licor divino de sus esperanzas.
En su sueño, transforma penurias en milagros de colores,
en ladrillos cocidos por su energía al levantar el día.
Pueblo heroico, de gente tesonera que nunca descansa”.
Un país donde cada día es un reto de supervivencia por lo que cada ser
humano, cada día que pasa se corona campeón. Aunque el poeta lo sabe,
cuando lo contempla en las calles y en las grandes avenidas, donde
brotan ante sus ojos muestras de calamidad manifestadas a través de la
gente de diferentes edades, sexos y estaturas, que peligrosamente
pregonan todo tipo de productos, la rabia y la impotencia corren por sus
venas y emergen a través de la pluma. El encomendado de los dioses
observa un mar humano intentando venderle algo a quienes transitan en
automóviles, unos ocupados por personas acaudaladas, otros por seres
que, al igual que ellos, van en busca de subsistencia, pero, en fin,
cada uno gestiona con ansias pescar un comprador que ponga en sus manos
algunas monedas.
Y el poeta observa, piensa y sufre. Y comienzan a fluir los versos letra
a letra dando origen a un poemario que retrata la realidad de todo un
pueblo, que en su gran mayoría está formado por ciudadanos de a pie cuya
economía depende del día a día. Y que la fuerza de su actitud y su
alegría intrínseca se combinan para hacer más ligera la subsistencia.
“Corre entre los carros el aguacatero,
choca y se abraza al vendedor de botellas de agua.
El guayabero y el vendedor de artefactos eléctricos
al unísono llegan a la ventanilla de un vehículo en marcha,
y se ríen los dos cuando nadie les compra,
pues todos son músicos de la misma orquesta,
la orquesta del pueblo que, aunque sufra, canta.
Bajo un sol de fuego afina cada uno el
canto sonoro de sus instrumentos.
El viento los sopla, les imprime energía y aliento;
y el trópico hierve de los pregoneros,
que su sangre venden”.
Pero además del canto a la cotidianidad reflejado en la primera parte de
la obra, en la medida que nos adentramos al resto de sus páginas,
seguimos descubriendo cosas interesantes. Nos encontramos con una mirada
a la gente desde la perspectiva de su historia, donde no falta el
enfoque indiscutible del camino recorrido por ese pueblo objeto de
exploración para llegar a ser lo que es hoy. El propio autor en el
introito del libro afirma: “Yo amo las circunstancias de mi pueblo, que,
sin importar la naturaleza de sus percances: la colonia, la
independencia, las guerras civiles, los terremotos y los huracanes, de
todos ha salido airoso, por siglos pasados, a través de su existencia”.
Quiere, y se siente en el deber de reconocer la labor y el coraje de sus
ancestros y de todos los que han estado presentes en el recorrido
histórico y en el proceso constructivo de la identidad de su pueblo.
“A este pueblo de candente coraje no lo detiene nada:
Ni imperios antiguos o modernos, ni colonos vecinos o lejanos,
la malaria no pudo, ni la fiebre amarilla, ni la vil chikungunya...”
(…)
“…estirpe que desafió a piratas,
a vecinos intrusos y violentos,
y con los pies descalzos enfrentó sin menguar
a torvos generales foráneos e imperiales ejércitos,
y rescató a pedradas los campos invadidos...”
(…)
“Cada gesto en mi gente, por trivial que parezca,
esconde profundos secretos, cada ademán
o temblor de los labios, cada vibración de garganta,
oculta algún lejano código de su raza y estirpe”.
En su amplio recorrido por los hechos, accidentes geográficos, etc. que
forjan la personalidad y la valía de su pueblo, Araujo realiza una
parada en las épocas de las tiranías. Se infiere que con especial
atención en la de Rafael Leonidas Trujillo.
“El trueno era un sollozo que lanzaban los cielos
para emular los gritos de los torturados,
ruido de la estampida de las ánimas
retornando al Creador.
Era normal que la lluvia cayera
y fuera confundida con lágrimas; que,
por equivocación, florecieran las rosas
para nutrir inexistentes sueños”.
En definitiva, en las páginas de “Canto a mi pueblo” vivimos la rutina y
la cotidianidad de un conglomerado que no sólo es valiente, hospitalario
y solidario, sino que también tiene una historia que vale la pena
escudriñar y conocer. “Amo a este pueblo, desde el fondo de la leyenda
hasta la superficie real de su historia”, afirma Lorenzo Araujo.
Araujo, no sólo lo afirma; también lo demuestra. Su responsabilidad
social lo lleva a escribir al pueblo. Vive en el pueblo. Su
responsabilidad de amar hace que defienda a su pueblo, y su
responsabilidad poética lo convierte en un cantor que canta a su pueblo.
Ahora bien, desde el punto de vista de la construcción poética, el autor
sancristobalense no deja lugar a dudas sobre su dominio de la palabra y
de los requisitos que sus usos conllevan para lograr hacer buena poesía.
Todo lo antes descrito consigue decirlo con un lenguaje sencillo como su
pueblo, pero potente como el amor que siente por éste.
No abundan los palabreríos vacíos en la poesía de Araujo. Usa las
palabras precisas y las combinaciones adecuadas para formular sus
versos. Figuras literarias, las necesarias. No cae en las exageraciones
ni sobreabunda los temas. Incluso en el poema “Elegía del pueblo por su
hijo José, el ´vago`”, que es una especie de narración, conserva la
fuerza poética que le permite mantenerse a la altura del resto de las
composiciones del texto.
“En el juzgado, detrás de un amplio escritorio
de caoba centenaria, por el que resbalaba la luz
como un espejo, el juez escuchaba en silencio
mientras el fiscal interrogaba al reo,
que respondía con llantos y frases dislocadas,
dictadas por su profundo desamparo.
Era verano, y había una luz radiante
por los pueblos y campos desde que amanecía
hasta la puesta del sol; cuando este se ocultaba,
la oscuridad del tirano era más negra que la noche”.
En este fragmento del susodicho poema, vemos que Lorenzo Araujo nos
coloca en un juzgado donde se celebra una audiencia al estilo y bajo las
normas de la tiranía trujillista. Va narrando un hecho conmovedor como
si de un cuento se tratara. Sin embargo, posee la forma y la estructura
de un buen poema.
Consciente de que “el adjetivo cuando no da vida Mata” (Vicente Huidobro
1893 – 1948), Lorenzo Araujo selecciona muy bien los epítetos utilizados
en su obra y los encasilla cuidadosamente, de modo que usa sólo los
necesarios y en los en los lugares correctos, como se puede apreciar en
el extracto anterior.
En el poemario “Canto a mi pueblo”
Lorenzo Araujo nos deja ver su profunda sensibilidad social, su amor por
la patria, y de manera muy especial su alto nivel de conciencia
literaria.