VERACIDAD INFORMATIVA-SPM, R.D.- Los recurrentes escándalos de
denuncias relacionados con la corrupción llenan las páginas de la
crónica en la actualidad, y los ciudadanos están cada vez más
indignados. A esto sumarle las pretensiones del gobierno de gravar
los servicios digitales y el salario que se entrega en Navidad, han
caldeado los ánimos de la población que de inmediato reaccionando
a través de las redes sociales, advirtiendo al gobierno que se
prepare para enfrentar paros, huelgas y marchas continuas. Pero las
malas prácticas llevan siglos de historia y parecen inherentes al
ser humano. Napoleón Bonaparte le permitía robar a sus funcionarios,
pero no en cantidades significativas. Y si hoy, en el fondo, lo que
se nos ocurre deliberar es que aunque nos importune, que nuestra
sociedad está supuestamente enferma. Y esta enfermedad no es otra
que la desvalorización del “otro” y del “nosotros”, en aras del
egoísmo, el dinero fácil, la codicia, el placer superfluo, el poder
por el poder y, en general, el doble estándar o doble moral qu
e atraviesa todo el cuerpo social. Y una sociedad deformada por
valores que se predican, pero que no se viven, y por ende
constituyen el caldo de cultivo de la anomia, la incertidumbre y la
degradación paulatina.
La corrupción, ese estigma que no cesa. Basta con hojear las páginas
de un periódico para ver cómo los escándalos se suceden y están a la
orden del día. Según un reciente informe de medición realizado por
organismos de considerable credibilidad internacional nos dice que,
casi nueve de cada diez encuestados creen que es una práctica
“bastante” o “muy extendida”. Pero lo que pocos imaginan es que es
un mal antiguo. Tan antiguo como el ser humano.
La corrupta antigüedad registra como el primer caso documentado de
corrupción según algunos historiadores se remontan hasta el reinado
de Ramsés IX, 1100 a.C., en Egipto. Donde Peser, un antiguo
funcionario del Faraón, denunció en un documento los negocios sucios
de otro funcionario que se había asociado con una banda de
profanadores de tumbas. Y también se hace referencias que, en el año
324 a.C. Demóstenes, acusado de haberse apoderado de las sumas
depositadas en la Acrópolis por el tesorero de Alejandro. Y Pericle,
conocido como el Incorruptible, fue acusado de haber especulado
sobre los trabajos de construcción del Partenón.
Pero he de suponerse que la corrupción existía ya mucho antes de
estos episodios. De hecho, en la época del mundo clásico, las
prácticas que hoy consideramos ilegales eran moneda corriente. “En
la antigüedad, engrasar las ruedas era una costumbre tan difundida
como hoy, y considerada en algún caso incluso lícita”, escribe Carlo
Alberto Brioschi, autor de Breve historia de la corrupción (Taurus).
“En caso de corrupción, había dos penas muy severas: una era el
exilio, la otra era el suicidio. Esta última, de alguna manera, era
más recomendable porque por lo menos te permitía mantener el honor”,
indica. Yébenes, que explica que en la antigua Roma había una doble
moral, se diferenciaba claramente la esfera pública de la privada.
Desviar los recursos públicos era una práctica reprobable, pero en
los negocios particulares se hacían la vista gorda.
La crónica de la época fue testigo de varios escándalos. Cicerón
reconocía que: “Quienes compran la elección a un cargo se afanan por
desempeñar ese cargo de manera que pueda colmar el vacío de su
patrimonio”. El caso más célebre es el de Verre, gobernador en
Sicilia. Se le imputaron extorsiones, vejaciones e intimidaciones,
con daños estimados, para la época, en 40 millones de sestercios.
Catón, el censor, sufrió hasta 44 procesos por corrupción. El
general Escipión hizo quemar pruebas que acusaban a su hermano Lucio
sobre una estafa perpetrada a daños del imperio: fue condenado al
destierro. Bertolt Brecht, en su obra sobre Julio César escribe: “La
ropa de sus gobernadores estaba llena de bolsillos”. En Roma se
llevaron a cabo irregularidades que recuerdan mucho a las de hoy:
por ejemplo, el teatro de Nicea, en Bitinia, costó diez millones de
sestercios, pero tenía grietas y su reparación suponía más gastos,
con lo que Plinio sugirió que era más conveniente destruirlo.
Los pecados de la edad media la llegada de la religión católica
impuso un cambio de moral importante. Robar pasó a ser un pecado,
pero al mismo tiempo con la confesión era posible hacer tabla rasa (borrón
y cuenta nueva), lo que desencadenó una larga serie de abusos. “El
cristianismo, predicando el espíritu de sacrificio y la renuncia a
toda vanidad, introduce en su lugar la pereza, la miseria, la
negligencia; en pocas palabras, la destrucción de las artes”,
escribió Diderot en su Enciclopedia (por cierto, no hay que olvidar
que, según la Biblia, la corrupción era una práctica tan extendida
al punto que, como todos sabemos, Judas Iscariote vendió a los
romanos a su maestro Jesús por treinta monedas de plata).
Así, por ejemplo, Felipe II, rey de Francia en el siglo XIII,
imponía feroces impuestos a sus súbditos y les obligaba a fuertes
donaciones, que no eran otra cosa que ingresos que iban a sus arcas
privadas. En el mismo período, se puede citar en Italia el caso de
Dante. El escritor sitúa a los corruptos en el infierno, pero fue
declarado culpable de haber recibido dinero a cambio de la elección
de los nuevos párrocos y de haber aceptado porcentajes indebidos por
la emisión de órdenes y licencias a funcionarios del municipio. Y
por tal motivo fue condenado al exilio.
El papado de los Borja sería necesario un capítulo aparte para el
relato de sus tropelías. Pocas personas a lo largo de la historia
fueron capaces de concentrar tanta perversidad. Pero en esa época la
corrupción parecía un mal menor. Como escribió en aquellos años
Maquiavelo, “que el príncipe no se preocupe de incurrir en la
infamia de estos vicios, sin los cuales difícilmente podrá salvar al
Estado”. Cuando Cristóbal Colón se lanza a la conquista de América,
no puede hacer otra cosa que exclamar. “El oro, cual cosa
maravillosa, quienquiera que lo posea es dueño de conseguir todo lo
que desee. Con él, hasta las ánimas pueden subir al cielo”.
En esa época era incluso peor que hoy, porque había una clara
manipulación del poder judicial, apunta Alvar. La otra diferencia
era el concepto de familia, en nombre del cual se podían romper las
reglas. “Por ejemplo, no se veía mal forzar la ley para ayudar a un
familiar (nepotismo). Una práctica casi obligada en nuestra sociedad
de hoy, comprobado que tienen una representación global en todas las
estructuras de los Estados del mundo. Era normal que un duque se
prodigara en esfuerzos para ayudar a su hijo. Era algo que había que
hacer”.
La Revolución Francesa, con la llegada de Robespierre, conocido como
el Incorruptible, trajo un aire fresco que duró muy poco. Incluso el
jacobino Saint-Just se vio obligado a reconocer que “nadie puede
gobernar sin culpas”. El régimen de Bonaparte siguió la estela de
corrupción de la monarquía anterior. Napoleón solía decir a sus
ministros que les estaba concedido robar un poco, siempre que
administrasen con eficiencia. Pero pareciese como si esta siniestra
actividad fuera parte intrínseca de la costumbre/cultura obligatoria
del ser humano. Los iconos y/o figuras referentes históricos, que
han sido considerados los inmaculados creadores de los modelos
sociopolíticos que hemos heredados. Según se puede comprobar en las
consultas y citas de este escrito aceptaron la corrupción como un
elemento sine qua non para el logro de sus propósitos. De modo que
estos indicadores constituyen un mal precedente histórico para el
accionar con decoro y transparencia de nuestros burócratas. …
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